Locura De Amor



A Oscar Wilde no lo calla la Inglaterra victoriana; entre el delirio y la lucidez ha tomado la decisión libre de quitarse la vida o la palabra.

Entre sus grandes citas, se lee: cuando no conocía la vida, escribía; ahora que conozco su significado, no tengo nada más que escribir.

Fue humillado y exige la reparación en la desmesura de la tragedia y en la dolorosa lucidez; ya pasaron los tiempos del desvarío; resta el silencio, el suicidio; Oscar Wilde se muere antes de morir y en París, se muere, se calla a sí mismo…

Pero antes del silencio… escribió:


No todo hombre (De La balada de la cárcel de Riding)


Aunque cada hombre mata lo que ama,
que lo oiga todo el mundo,
unos lo hacen con una mirada amarga,
otros con una palabra lisonjera;
el cobarde lo hace con un beso,
el hombre valiente con una espada.

Unos matan su amor cuando son jóvenes,
y otros cuando son viejos;
unos lo estrangulan con manos de lujuria,
otros con manos de oro:
el más amable usa un cuchillo,
porque así el muerto se enfría antes.

Unos aman demasiado poco, otros demasiado tiempo,
algunos venden y otros compran;
unos dan muerte con muchas lágrimas
y otros sin un suspiro:
pero aunque cada hombre mata lo que ama,
no todos mueren por ello.

No todo hombre muere de una muerte vergonzosa
en un día de negra desgracia,
ni le echan un dogal al cuello,
ni un trapo sobre el rostro,
ni caen sus pies a través del suelo,
en un espacio vacío.

No todo hombre vive con hombres silenciosos
que lo vigilan noche y día,
que lo vigilan cuando intenta llorar
y cuando intenta rezar,
que lo vigilan por miedo a que él mismo robe
a la prisión su presa.

No todo hombre despierta al alba y ve
aterradoras figuras a través de su celda,
el escalofriante capellán vestido de blanco,
el deprimente y severo alguacil,
y el director todo de lustroso negro,
con el rostro amarillo de la sentencia.

No todo hombre se levanta con lastimera prisa
para ponerse sus ropas de presidiario,
mientras algún deslenguado doctor se regocija y anota
cada nueva y repentina crispación,
manoseando un reloj cuyo pequeño tictac
es como horribles martillazos.

No todo hombre siente esa enfermiza sed
que le reseca a uno la garganta, antes
de que el verdugo con sus guantes de faena
cruce la puerta acolchada
y le ate con tres correas de cuero
para que la garganta no sienta más sed.

No todo hombre inclina su cabeza para escuchar
la lectura del oficio de difuntos
ni, mientras la angustia de su alma
le dice que no está muerto,
pasa junto a su propio ataúd, camino
del espantoso corredor.

No todo hombre mira fijamente hacia el aire
a través de un pequeño tejado de cristal,
ni reza con labios de barro
para que pase su agonía,
ni siente sobre su mejilla estremecida
el beso de Caifás.

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